Recuerdo a la perfección aquellas tardes de colegio, cuando los niños teníamos el horario partido y a eso de las 16.00 horas comenzaba la última clase que nos llevaba hasta las 17.00 horas, justo antes del pitido final, que cerraba la jornada y nos hacía despedirnos de los compañeros de pupitre, o que servía como preámbulo para las extraescolares, que recibíamos sin a tener que salir del centro escolar en la mayoría de los casos.
Pero de ello, hablaremos otro día. A lo que quería referirme en estas líneas es a las enseñanzas que me dejaron las clases de historia que impartía como nadie mi querido D.Lorenzo.
En una de aquellas tardes nos explicó cómo la sociedad nómada aseguraba su sustento, basándose en dos condicionantes básicos: el clima y los recursos naturales, que cuando comenzaban a ser adversos, debía modificarse y emprender de nuevo la ruta para arrancar el proceso de nuevo, con pocos instantes de quietud y con una estabilidad incierta.
Cuando lo que hoy conocemos como sociedad comenzó a configurarse como tal, y a entenderse como la suma de individuos, una de las principales misiones que tocó abordar fue conseguir un ciclo que hiciese que los recursos naturales se regenerasen, haciéndolos inagotables, y así, asegurar el bienestar de toda la población, generando excedentes para poder intercambiarlos con otras sociedades y obtener aquellos que eran incapaces de generar por sus propios medios. Es en este punto donde surge la especialización, que definió el economista Adam Smith y que ha servido como base para lo que hoy entendemos como economía moderna.
Es sobre los núcleos más desarrollados donde se empezaron a asentar las poblaciones más numerosas, donde la tecnología se abrió paso para aumentar las producciones todavía destinadas al sector primario (sin saber que lo llamaría así en los libros de textos siglos después), dando lugar a otras industrias y al sector servicio, que cambió la forma de vestir, la forma de comunicarse entre individuos y la forma de construir las nuevas urbes.
Hoy caminamos por las calles de asfalto que entonces eran de tierra allanada por los pasos desaforados de miles de comerciantes, mirando las grandes construcciones que crecen hacia el cielo y hacia los anchos donde se acaban las ciudades, creciendo como un niño en edad de estirón y que solo la explosión de la burbuja inmobiliaria consiguió frenar a tiempo.
Hoy lo más jóvenes avanzan por esas ciudades sin plantearse qué había entonces ahí. Algunos todavía tenemos la suerte de conservar en casa alguna foto desgastada en blanco y negro que nos recuerda de dónde venimos y que nos hacen comprender, que gracias a lo que entonces era un pequeño pueblo, hoy vivimos en una ciudad repleta de servicios.
Quizá cuando a futuras generaciones se les presente por delante la dicotomía de tener que explicar qué fue antes si el pueblo o la ciudad, se queden anclados a lo que han vivido, sin saber que la respuesta está un poco más lejos, pero debe elevarse la vista, como hoy nos pasa a nosotros cuando nos preguntan qué fue antes si el huevo o la gallina y no sabemos que ya Aristóteles nos ofrecía la posible respuesta: “lo actual es siempre anterior a lo potencial”, que se han encargado de refrendar tantas veces después como una morfología distinta.
Al ritmo que crece la sociedad y nos dejamos de plantear cuestiones esenciales, tendemos a creer que “El sol es una estufa de butano” y que la vida es “un metro a punto de partir” como inmortalizó Sabina hablando de Madrid.
Hoy los pueblos siguen muriendo y con ellos nuestra esencia. No podemos mantener lo que somos, si nuestros pilares básicos quedan atrapados en el olvido y con ellos desaparecen los elementos que aseguraban el crecimiento sostenible mientras respetaban el medio ambiente.
En estos momentos la seguridad alimentaria y la conservación de la naturaleza figuran entre los apéndices principales de la Agenda de Desarrollo Sostenible 2030. Quizás la respuesta a muchos de los problemas que se plantean ya se nos haya enseñado a resolverlos.